Anónimo – Hombre Menonita fue asesinado por un hombre ayoré

El asesinato de Cornelio Isaac

Cornelio Isaac, un misionero menonita, estaba llevando ropa a un lugar frecuentado por los ayoreos que los ayoreos llamaron Tudujnaté. Un pequeño río fluía a través de este lugar.

Cornelio Isaac acababa de llegar a este lugar cuando nosotros, los ayoreos, por casualidad llegamos también y lo encontramos allí. El pueblo llamado Madrejón estaba cerca.

Y cuando llegamos donde él estaba, algunos entre nosotros decían: “Vamos, iremos y hablamos con ese cojnoi (persona blanca).”

Algunos en nuestro grupo fueron pacíficos mientras otros se pusieron belicosos. Nos encontramos con su camioneta a este lado del pueblo Madrejón .

Y cuando nos acercamos a él, algunos decían: “Hablen con ellos! Hablen con ellos!” Pero los que estaban en contra de ellos mantuvieron sus armas en sus manos con el intento de asesinarlos.

El misionero menonita comenzó a repartir entre ellos la ropa que había traido para los ayoreos. Tomaba la ropa de la camioneta y se lo entregaba a ellos. El jefe fue el primero en repartir la ropa, pero después su compañero bajó del camioneta también. Cuando él salió de la camioneta, enseguida Echogai agarró su muñeca. El otro, su jefe, seguía repartiendo la ropa.

A medida que el jefe estaba dando la ropa, Jonoiné lo agarró. Él lo agarró en el acto de entregar una pieza de ropa a uno de los ayoreos. Pero antes de que pudiera entregar la ropa, Jonoiné le traspasó con la lanza. Jonoiné ocultó su intención de atravesarlo con su lanza, y lo hizo cuando estaba dando la ropa para que no lo sospecharía.

El hombre gritó ¡eeeee! cuando la lanza de Jonoiné le traspasó.  En eso su compañero corrió para su arma, y nos mantuvo a punto de pistola, y no nos permitió acercarnos a ellos.

Nuestra gente empezaron a gritar: “¡Vamos! ¡Vamos! Están matándolos a ellos. Los han traspasado con sus lanzas!

Corrimos de ellos, pero nos detuvimos mientras aún podíamos verlos. Todavía podíamos escucharlos también, pero no podíamos entender sus palabras. El hombre herido seguía diciendo: “ee-ay, ee-ay, ee-ay!”

Nos parecía que su compañero nos iba a disparar con su arma, pero el herido le impidió; nos protegió. Dicen que le dijo: “No los mates; no dispara tu arma. Si me matan, dejar que me maten.” El misionero fue que dijo esto aún después de haber sufrido su herido. ¡Nuestra víctima nos protegió! Él tomó el arma de su compañero para que no pudiera usarla contra nosotros.

Carodidái (ya finado) y los que estaban con él quedaron, y no corrieron con los demás. Así que estaban cerca a ellos. Les ofrecieron algunos collares de plumas al misionero y su compañero para mostrarles que todavía eran pacíficos.

Pero entonces los hombres subieron a su camioneta y se fueron. Salieron y se fueron tan rápido como pudieron en la dirección de Madrejón.

Cuando el camioneta se fue, los ayoreos  se juntaron y dijeron: “Vámonos. Vamos a seguir para que podamos atacarles de nuevo. Cuando llegan a la ciudad vamos a alcanzarlos allí.” Puesto que la ciudad no estaba muy lejos, sabíamos que íbamos a ser capaz de alcanzarlos allí.

Sin embargo, algunos de los hombres aconsejaron juntos y dijeron: “Deja de esos planes para atacarlos. En su lugar, vamos a hablar con ellos; probablemente los hombres son pacíficos y nos permitirán acercarnos a ellos en el pueblo, especialmente si el hombre herido está todavía en el pueblo.”

Nosotros, los que vimos lo que aconteció, pensamos que quizás él fue traspasado en su brazo en vez de su lado y que pudiera vivir.  Y mientras hablábamos de lo que había pasado , recordamos cómo él había dicho: “No dispara a los ayoreos.” También recordamos que había dicho: “Darles la ropa.” Recordamos que le había dicho a su compañero: “Yo soy el único que le traspasaron con la lanza, tal vez voy a ser su única víctima.”

El nos protegió,  y por él seguían dándonos la ropa. Pero no solamente la ropa, eso dieron en abundancia, pero también nos daban sus propias cosas y otras cosas. Teníamos nuestras manos llenas de camisas, ponchos, sábanas y frazadas.

Después de recordar lo generoso que habían estado, decidimos hablar con ellos y no atacarlos. En la mañana, cuando ya era de día, fuimos a ellos de nuevo porque vimos que aún estaban allí.

Probablemente alguien tomó su jefe durante la noche, el que fue traspasado con la lanza, porque los únicos que estaban en el pueblo fueron sus trabajadores. Pero no nos regañaron, porque eso es lo que su jefe les había dicho que no hicieran.

Relatado en Campo Loro, Paraguay (1988).

Transcrito y traducido al español por: Maxine Morarie.